
Netflix ha empezado el año con un puñetazo de los que astillan mesas. El estreno de Érase una vez el Oeste (título original: American Primeval), miniserie western creada por Mark L. Smith (guionista de El protegido) con Peter Berg volcado en la dirección de todos los episodios, ha incorporado al catálogo de la plataforma de streaming uno de sus títulos más apabullantes de los últimos meses.
El director de películas como La sombra del reino (2007) o Día de patriotas (2016), ha vuelto a contar con Taylor Kitsch para colocar al protagonista de su serie Friday Night Lights (2006-09), basada en su propia película homónima, al frente de un western de supervivencia en condiciones extremas que no hace ninguna concesión al espectador. Ni en la violencia del relato ni en el frenético estilo visual del cineasta.
Así es como forma y fondo se alían, bajo un manto musical post-rock constante del grupo Explosions in the Sky, para crear una experiencia inmersiva en lo más salvaje del Salvaje Oeste. Érase una vez el Oeste arranca en el año 1857 planteando la atronadora colisión de fuerzas que tenía lugar en el territorio de Utah, en guerra abierta dentro de unos EEUU que se dirimían con uñas y dientes entre aceptar la civilización o abrazar la barbarie de la ley del más fuerte.
'Érase una vez el Oeste': historia y personajes
La serie comienza con un episodio histórico real: la Masacre de Mountain Meadows, en la que más de un centenar de pioneros que atravesaban la región en dirección a California y fueron asesinados por una milicia mormona de integrantes de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Los mormones ambicionaban el control absoluto del territorio y los legionarios se hicieron pasar por nativos americanos para ocultar la autoría de la matanza.
Érase una vez el Oeste comienza un poco lejos de allí, en una estación de tren (con guiño evidente al inicio de Hasta que llegó su hora, 1968), donde Betty Gilpin (demostrando su pericia a caballo después de Mrs. Davis) espera junto a su hijo (Preston Mota) al guía que prometía ayudarles a ir en busca del padre del pequeño hasta las entrañas de Utah, allá donde el ferrocarril aún no se ha adentrado y las tribus nativas se defienden de las fuerzas de conquista.

En Fort Bridger les recibe un barbudo Shea Whigham les recibe interpretando un personaje histórico auténtico, el colono Jim Bridger. Madre e hijo intentan contratar al taciturno aventurero encarnado por Taylor Kitsch, con niveles más altos de supervivencia que de conversación, pero este se niega, con lo que acaban viajando con la caravana de pioneros que será asaltada por la milicia mormona enviada por su líder religioso, Brigham Young (Kim Coates).
Entre las víctimas habrá miembros de su propia congregación, como la pareja formada por Dane DeHaan y Saura Lightfoot-Leon. La masacre permite que Berg ponga en escena su sed de violencia con disparos letales, machetes, cabelleras rebanadas y flechas que vuelan en todas direcciones hasta que las detenga algún cráneo. Un infierno de sangre, gritos y trozos de carne que, a pesar de su despliegue como set piece central, apenas será una gota en el océano de barbaridades que la serie muestra en su desarrollo.

No faltan cazarrecompensas sin escrúpulos (Jai Courtney, quien ojalá hubiera tenido la oportunidad de volverse tan loco en su papel como DeHaan en el suyo), franceses pervertidos, oficiales traicioneros y nativos violentos. Pero casi todos suelen acabar igual: con el cuerpo mutilado o una bala alojada en el cerebro. En el Oeste de Peter Ber, que bien podría ser de El Bosco, no hay escapatoria para el lobo que es el hombre para el hombre ni para el otro tipo de lobo.
A lo largo de seis episodios sin descanso ni respiro narrativo, Érase una vez el Oeste pinta un retrato de trazos agresivos sobre un territorio insoportablemente hostil por todos los flancos. Allá donde el espíritu de conquista con el que EEUU quiso forjar su mito se concreta en una naturaleza salvaje, tan hermosa como peligrosa, que engulle inclemente a forajidos, colonos y falsos profetas cuyo único objetivo vital se cifra en la codicia y el sometimiento del prójimo.
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